Feudalismo 2.0: la tierra no nos pertenece, sino los semejantes sí. (hasta que cambien el algoritmo nuevamente, claro)

(Para Claudio Verzola)
19/05/25

La figura del siervo, emblemática del sistema feudal europeo, representa un paradigma de dependencia económica y social enraizada en el vínculo a la tierra y en la subordinación al poder del señor. Aunque legalmente no era esclavo, el siervo estaba privado de la libertad de disponer independientemente de su propio trabajo y de los frutos de su actividad, que eran sistemáticamente confiscados por el señor feudal.

En el ecosistema de la economía digital contemporánea, esta dinámica secular se reproduce a través de morfologías más sofisticadas pero estructuralmente análogas. Los creadores de contenidos, los microemprendedores digitales y los usuarios activos de plataformas sociales generan valor económico y social a diario dentro de espacios digitales propietarios, controlados por entidades corporativas que tienen el monopolio de la infraestructura, los algoritmos de distribución y, fundamentalmente, el acceso a la atención pública.

Lejos de encarnar un espacio neutral de libertad y participación, este sistema configura un entorno caracterizado por profundas asimetrías, donde el usuario asume el paradójico doble papel de productor y consumidor, sin poseer no obstante ningún derecho sustancial de propiedad o gobernanza sobre la plataforma que utiliza. La dependencia algorítmica y comercial erosiona progresivamente la autonomía de los creadores, relegándolos a la condición de trabajadores al servicio de un amo invisible que puede redefinir unilateralmente las condiciones de acceso, visibilidad y remuneración.

A nivel democrático, las consecuencias de esta arquitectura de poder son profundas y generalizadas. La mediación algorítmica del contenido, combinada con el imperativo de maximizar la participación y la elaboración de perfiles comerciales, compromete irreversiblemente la naturaleza pública y pluralista de la información. El acceso a la esfera pública digital ya no responde a criterios de relevancia social o de calidad de la información, sino a lógicas de mercado y a opciones tecnológicas opacas, frecuentemente inaccesibles a la comprensión de los propios usuarios. En este escenario, la libertad de información se transforma en un simulacro regido por mecanismos que privilegian contenidos polarizadores, emocionalmente cargados o sensacionalistas, erosionando inexorablemente el espacio para la deliberación pública consciente e informada. La información queda así reducida a una mercancía administrada por actores privados, liberada de toda responsabilidad pública o restricción democrática.

Este análisis socioeconómico está entrelazado con una dimensión geopolítica y estratégica, sistemáticamente subestimada en el debate público. La gran mayoría de las plataformas dominantes en el ecosistema digital –desde las infraestructuras sociales hasta las infraestructuras de investigación, pasando por los sistemas de comunicación integrados– pertenecen a entidades no europeas, que responden a lógicas de gobernanza, marcos regulatorios e intereses económicos típicos de otras áreas geopolíticas, principalmente Estados Unidos y, cada vez más, China.

Estas plataformas, aunque operan en territorios soberanos como la Unión Europea o Italia, escapan al control democrático real por parte de las comunidades que las utilizan. Sus arquitecturas regulatorias, algoritmos y políticas de gestión de datos y visibilidad no surgen de procesos de negociación con ciudadanos o instituciones locales, sino que son impuestas verticalmente por actores que operan a escala global. Esta configuración no sólo erosiona la soberanía informacional de los Estados y las comunidades, sino que expone a sociedades enteras al riesgo de dependencia tecnológica y cultural de paradigmas exógenos, a menudo incompatibles con los valores constitucionales, sociales y culturales de los países en los que se arraigan. En otras palabras, no sólo los contenidos y la información están gobernados por intereses privados, sino que las propias infraestructuras de la comunicación pública y privada están sufriendo un proceso de “colonización” por parte de poderes externos que ejercen una forma de influencia económica, política y cultural sin precedentes históricos comparables.

En un mundo multipolar, la capacidad de desarrollar y gobernar plataformas digitales autónomas, alineadas con las regulaciones y valores democráticos de las comunidades de referencia, se ha convertido en una cuestión crucial de seguridad nacional y soberanía estratégica. Esta cuestión, sin embargo, trasciende la mera dimensión económica o jurídica para tocar uno de los ámbitos más sensibles de la contemporaneidad: el dominio cognitivo, o la capacidad de moldear percepciones, comportamientos y opiniones colectivas a través del control sistemático de las plataformas de información y comunicación.

Gobernar algoritmos, flujos de información y entornos digitales significa ejercer un poder que va más allá del ámbito tecnológico, llegando a moldear la realidad percibida por millones de individuos. Quienes controlan las plataformas no sólo determinan lo que es visible y lo que permanece invisible, sino que definen los marcos cognitivos, las jerarquías de atención, las emociones colectivas y, en última instancia, las narrativas que guían el debate público y las opciones democráticas fundamentales. Desde esta perspectiva, el dominio cognitivo representa la frontera avanzada de la competencia entre potencias globales y entre intereses económicos opuestos. Delegar ese poder a entidades o corporaciones extranjeras que operan al margen de toda restricción democrática equivale a renunciar a un elemento constitutivo de la soberanía cultural, política y social de una comunidad. Aún no es tarde para empezar a “pensar” que este sistema necesita ser objeto de alguna reflexión, Si los valores de la democracia aún nos son queridos, la alternativa es convertirse siervos digitales.